Retornando de unas vacaciones familiares, a medio camino entre Toronto y Montreal, nos detuvimos a estirar las piernas en un lugar muy turístico donde preparan los tradicionales pasteles de manzana. El haber padecido por casi tres lustros los intensos inviernos canadienses, me habían enseñado a apreciar la maravilla del calor veraniego de agosto. Ver a mis hijas jugando en el pequeño zoo que tenían en los alrededores del parador, me hizo sentir feliz, estaba viviendo una vida bonita y ellas también.
Dejé a las niñas al cuidado de su padre y me dirigí a comprar los famosos pasteles. Mientras caminaba hacia el negocio, sentí como el peso de un par de semanas de vacaciones se acomodaba en mis hombros, moví el cuello para espantar el cansancio, y extrañé con fervor mi cama, que solo estaba a un par de horas de distancia.
Acariciada por el sol, me dispuse a subir las escaleras que me separaban de la entrada del establecimiento. A medio camino, sobre la escalera de madera pintada de azul, me quedé petrificada ante una señal que llamó mi atención, su mensaje inesperado erizó cada uno de los vellos de mi cuerpo, evaporando cualquier rastro de alegría que hubiera sentido, a la misma velocidad que le tomaría a mis niñas devorar el pastel de manzana. Aquel, en apariencia, simple mensaje, me batuqueo contra el suelo sin misericordia, lanzándome un cubo de gélida nostalgia. Me sentí perdida, extraña, con miedo. Allí, en grandes letras azules, una flecha que marcaba hacia el sur, me decía que no eran solo una par de horas, sino que me encontraba a unos infinitos 3.849 kilómetros de casa.
La orfandad empañó mi agradable sentir de hacía unos minutos. No importaba si habían pasado casi dos décadas desde que había empacado las maletas, no importaba si ahora había construido una nueva vida en otro país, no importaba si tenía amigos, si había aprendido las costumbres, si me sentía segura. No, nada importaba, la única verdad era que estaba muy lejos de mi hogar.
Volvimos a la carretera. Con la panza repleta y arrulladas por el movimiento del auto, las niñas tomaron una siesta, lo cual mi apocado estado de ánimo agradeció. Mirando por la ventana del coche, sabía que al final de la noche estaría feliz de volver a mi cama, pero con ese inefable sentimiento de ser una extraña en todas partes.
El volver a la comodidad de mis cosas, me hizo sentir reconfortada. Pero cuando la noche dejó atrás el bullicio y puse la cabeza en mi almohada, volvió a inundarme ese malestar de no estar en donde pertenezco. Me regodeé un rato en el impacto que aquel cartel seguía ejerciendo sobre mí, pero yo no era una novata en esto de extrañar, así que comencé a recordar las cosas que me alejaron de casa. Rememoré los sinsabores, el miedo, la impotencia; recordé por qué me fui. Casi logré mi objetivo de calmarme, pero mi mente hizo trampa colando paisajes que me hicieron flaquear de nuevo.
Encendí la TV para alejarme de mis nostalgias y me encontré con una frase de Heráclito, que dio respuesta a las preguntas que martillaban mi cabeza: “No es posible bañarse dos veces en el mismo río, porque nuevas aguas corren siempre sobre ti”. Me imaginé a mi yo de ese momento, volviendo a los lugares que tanto añoraba, y me vi también allí como una extraña. Comprendí que lo que me separaba de la ciudad donde crecí, me hice mujer, estudié y me casé, no era una distancia física.

No, no eran ríos o países los que me distanciaban de aquel rincón un poco apartado del Parque del Este, donde una tarde de mayo recibí mi primer beso. No, no eran millas lo que me impedía disfrutar de la cháchara de mi Tía Chela mostrándome lo imponente que se veía el Ávila por las mañanas; No, no eran kilómetros los que no me permitían aspirar los aires de triunfo con los que llené mis pulmones luego de ganar una medalla en los campeonatos de atletismo de la escuela. No, no era el sistema métrico el que me tenía alejada del canto acompasado de la cascada Paraíso, donde sus prístinas aguas me renovaban con la vitalidad de la montaña.
Si no era una longitud, entonces como podría volver a ver esa ciudad que guardaba el patio de juegos donde corrí mi infancia. Qué tan distante me encontraba de la sombra del gran árbol de mango, el que durante la felicidad de la niñez me dio cobijo en sus ramas, y endulzó mi paladar con sus frutos. Sí, sí, el mismo que alfombraba de amarilla abundancia el suelo, y que varias veces me hizo casi reventar de glotonería.
Cómo volvería a esa ciudad llamada alguna vez la capital del cielo, donde dejé la piel de mis rodillas mientras aprendía a montar en bicicleta. Aquella en la que volaban libres las hojas de mis primeras historias, y en donde aún retumban los acordes de mi voz infantil cantando a la Víbora de la mar. Ese rincón de la tierra en el que corría gritando como una loca ¡TONGA! Para saltar y caer sobre una larga fila llena de mis amigos.
Cómo poder admirar de nuevo el valle azul donde me emborraché de alcohol y de amor, algunas veces al mismo tiempo. Cómo regresar a esa selva de concreto rodeada por una muralla verde, donde aprendí a ser una adulta responsable, al seductor ritmo de la rumba junto a mis compañeros de oficina. Cómo retornar a ese espacio donde habitan mis recuerdos, mis medallas o mis títulos. Sí, a ese lugar que cada tarde me maravillaba, cuando la sinuosidad de la silueta del Ávila recibía el beso de los últimos colores del atardecer.
Arropada por la seguridad de mi nuevo hogar y con la esencia de haber viajado por mis recuerdos, entendí que esa ciudad, a la que tanto extrañaba, era diferente de la que está al norte del sur de América. Comprendí que no existía auto, barco, o avión que me llevara de vuelta a ella, que no había forma tangible de poder visitarla, pues, tanto ella, mi ciudad, como yo, ya no somos las mismas, hemos cambiado. Entonces supe que la distancia que nos separaba no era física, la distancia que nos separa es temporal.
A la mañana siguiente, el dulce del papelón en mi café me hizo rememorar los momentos de conversa con mi madre en su cocina. Enseguida, mis hijas llegaron con su algarabía, preguntando sobre las cosas que yo hacía cuando era pequeña, y les cuento cuanto me reía jugando a la Ere paralizada. Me sentí feliz de nuevo, un poco nostálgica, pero contenta de saber que transitando los caminos de mi memoria puedo volver a disfrutar de las sensaciones, olores, sonidos, o paisajes que hacen a mi ciudad tan especial.
Ahora sé que el camino más rápido hacia mi hogar, no es tomar un avión que recorra los cielos de América; la manera expedita de llegar a ella es jugando con mis niñas a mis juegos de pequeña, contándoles las historias de Tío Tigre y Tío Conejo, cantando a todo pulmón el Pájaro Chogüi, echándole sal al mango verde o haciendo arepitas dulces y tequeños. O simplemente necesito, cerrar mis ojos, para que los murmullos de mis recuerdos me acercan a mi ciudad.
Hoy, sin importar donde me encuentre, sé que reviviendo mis experiencias, me siento más cerca de casa, aunque esa señal me siga diciendo que estoy a miles de kilómetros de mi hermosa Caracas.
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Waooooo que hermoso relato me sentí igual que tu, y si eso al menos hago yo vuelo en mis recuerdo y traigo de cerca siempre a mi hermoso país 🥰 felicidades me encantó tu artículo de lujo 👏👏👏