Giselle rompió el círculo

Gisele Pelicot, 72, © Christophe Simon, AFP
La distancia que nos une

Retornando de unas vacaciones familiares, a medio camino entre Toronto y Montreal, nos detuvimos a estirar las piernas en un lugar muy turístico donde preparan los tradicionales pasteles de manzana. El haber padecido por casi tres lustros los intensos inviernos canadienses, me habían enseñado a apreciar la maravilla del calor veraniego de agosto. Ver a mis hijas jugando en el pequeño zoo que tenían en los alrededores del parador, me hizo sentir feliz, estaba viviendo una vida bonita y ellas también. Dejé a las niñas al cuidado de su padre y me dirigí a comprar los famosos pasteles. Mientras caminaba hacia el negocio, sentí como el peso de un par de semanas de vacaciones se acomodaba en mis hombros, moví el cuello para espantar el cansancio, y extrañé con fervor mi cama, que solo estaba a un par de horas de distancia. Acariciada por el sol, me dispuse a subir las escaleras que me separaban de la entrada del establecimiento. A medio camino, sobre la escalera de madera pintada de azul, me quedé petrificada ante una señal que llamó mi atención, su mensaje inesperado erizó cada uno de los vellos de mi cuerpo, evaporando cualquier rastro de alegría que hubiera sentido, a la misma velocidad que le tomaría a mis niñas devorar el pastel de manzana. Aquel, en apariencia, simple mensaje, me batuqueo contra el suelo sin misericordia, lanzándome un cubo de gélida nostalgia. Me sentí perdida, extraña, con miedo. Allí, en grandes letras azules, una flecha que marcaba hacia el sur, me decía que no eran solo una par de horas, sino que me encontraba a unos infinitos 3.849 kilómetros de casa. La orfandad empañó mi agradable sentir de hacía unos minutos. No importaba si habían pasado casi dos décadas desde que había empacado las maletas, no importaba si ahora había construido una nueva vida en otro país, no importaba si tenía amigos, si había aprendido las costumbres, si me sentía segura. No, nada importaba, la única verdad era que estaba muy lejos de mi hogar. Volvimos a la carretera. Con la panza repleta y arrulladas por el movimiento del auto, las niñas tomaron una siesta, lo cual mi apocado estado de ánimo agradeció. Mirando por la ventana del coche, sabía que al final de la noche estaría feliz de volver a mi cama, pero con ese inefable sentimiento de ser una extraña en todas partes. El volver a la comodidad de mis cosas, me hizo sentir reconfortada. Pero cuando la noche dejó atrás el bullicio y puse la cabeza en mi almohada, volvió a inundarme ese malestar de no estar en donde pertenezco. Me regodeé un rato en el impacto que aquel cartel seguía ejerciendo sobre mí, pero yo no era una novata en esto de extrañar, así que comencé a recordar las cosas que me alejaron de casa. Rememoré los sinsabores, el miedo, la impotencia; recordé por qué me fui. Casi logré mi objetivo de calmarme, pero mi mente hizo trampa colando paisajes que me hicieron flaquear de nuevo. Encendí la TV para alejarme de mis nostalgias y me encontré con una frase de Heráclito, que dio respuesta a las preguntas que martillaban mi cabeza: “No es posible bañarse dos veces en el mismo río, porque nuevas aguas corren siempre sobre ti”. Me imaginé a mi yo de ese momento, volviendo a los lugares que tanto añoraba, y me vi también allí como una extraña. Comprendí que lo que me separaba de la ciudad donde crecí, me hice mujer, estudié y me casé, no era una distancia física. No, no eran ríos o países los que me distanciaban de aquel rincón un poco apartado del Parque del Este, donde una tarde de mayo recibí mi primer beso. No, no eran millas lo que me impedía disfrutar de la cháchara de mi Tía Chela mostrándome lo imponente que se veía el Ávila por las mañanas; No, no eran kilómetros los que no me permitían aspirar los aires de triunfo con los que llené mis pulmones luego de ganar una medalla en los campeonatos de atletismo de la escuela. No, no era el sistema métrico el que me tenía alejada del canto acompasado de la cascada Paraíso, donde sus prístinas aguas me renovaban con la vitalidad de la montaña. Si no era una longitud, entonces como podría volver a ver esa ciudad que guardaba el patio de juegos donde corrí mi infancia. Qué tan distante me encontraba de la sombra del gran árbol de mango, el que durante la felicidad de la niñez me dio cobijo en sus ramas, y endulzó mi paladar con sus frutos. Sí, sí, el mismo que alfombraba de amarilla abundancia el suelo, y que varias veces me hizo casi reventar de glotonería. Cómo volvería a esa ciudad llamada alguna vez la capital del cielo, donde dejé la piel de mis rodillas mientras aprendía a montar en bicicleta. Aquella en la que volaban libres las hojas de mis primeras historias, y en donde aún retumban los acordes de mi voz infantil cantando a la Víbora de la mar. Ese rincón de la tierra en el que corría gritando como una loca ¡TONGA! Para saltar y caer sobre una larga fila llena de mis amigos. Cómo poder admirar de nuevo el valle azul donde me emborraché de alcohol y de amor, algunas veces al mismo tiempo. Cómo regresar a esa selva de concreto rodeada por una muralla verde, donde aprendí a ser una adulta responsable, al seductor ritmo de la rumba junto a mis compañeros de oficina. Cómo retornar a ese espacio donde habitan mis recuerdos, mis medallas o mis títulos. Sí, a ese lugar que cada tarde me maravillaba, cuando la sinuosidad de la silueta del Ávila recibía el beso de los últimos colores del atardecer. Arropada por la seguridad de mi nuevo hogar y con la esencia de haber viajado por mis recuerdos, entendí que esa ciudad, a la que tanto extrañaba, era diferente de la que está al norte del sur de
La Ñ que nos une

Como parte de las celebraciones por el día del español, tuve la oportunidad de participar en la Universidad de Nebrija en Madrid, en un evento organizado por la cátedra de idiomas modernos, en el cual compartí con ciudadanos provenientes de Ucrania, Francia, Italia, Rusia, Kazajistán, o el Congo, entre otros. Estas personas de lugares tan distintos y distantes, están aprendiendo nuestra lengua. Allí, en la universidad que lleva el nombre del gran humanista español, fui de nuevo testigo del poder unificador de un idioma. Aprender otra lengua es abrir una puerta a nuevas culturas y formas de pensar que enriquecen tu vida, tu espíritu. Hace algunos años yo misma fue participante de un proceso similar que me permitió aprender francés, por lo cual me identifiqué mucho con las dificultades que estas personas estaban pasando para poder expresarse en español. Pero para mí, aquella época de aprendizaje del idioma de Voltaire, me permitió darme cuenta de lo maravilloso que es ser parte del gentilicio hispano. El español es lengua común en más de 20 naciones, principalmente en América Latina y España, además de ser idioma oficial en muchos otros lugares, como en Guinea Ecuatorial. Es una de las lenguas oficiales de las Naciones Unidas y la Unión Europea. SOMOS CASI 600 MILLONES CON LA Ñ EN NUESTRAS VIDAS Según el último anuario del Instituto Cervantes, hoy en día somos casi 493 millones de personas que tenemos al Español como lengua materna, y si nos sumamos con aquellos que lo están estudiando, superamos los 591 millones de almas que tenemos a la “Ñ” en nuestras vidas. Ni que hablar de que el español es la tercera lengua más utilizada en la red. Piensa que puedes recorrer casi todo un continente sin cambiar de idioma, e incluso participar en un mercado económico tan grande como el norteamericano. Por ejemplo, ahora yo, que soy venezolana, escribo estas palabras desde Madrid, y alguien que puede estar en Colombia, Costa Rica, Ecuador o Paraguay, las lee sin que sea necesario realizar ninguna traducción. LA SEGUNDA MÁS HABLADA Nuestra lengua es la segunda más hablada en el mundo después del chino mandarín, por lo cual nuestra unión es un importante mercado cultural y comercial. Por nuestra cantidad y similitudes, los hispanohablantes podemos convertirnos en una hermandad capaz de lograr cosas muy positivas para todos. El español es una lengua muy rica y diversa, que posee una larga historia, Antonio Nebrija publicó su obra, Gramática castellana, en 1472, siendo el primer tratado de una lengua europea moderna. Desde entonces y hasta hoy, contamos con miles de escritores y poetas que lo certifican. La poesía de autores como Federico García Lorca, Jorge Luis Borges, Octavio Paz o Rafael Cadenas, así como la prosa de escritores como Rómulo Gallegos, Gabriel García Márquez, Isabel Allende o Mario Vargas Llosa, son solo algunos ejemplos de la riqueza de la literatura en español. Nuestra lengua es uno de los legados más valiosos que tenemos, un patrimonio invaluable que debemos preservar. Nuestra misión es transmitir la lengua de nuestros padres, a las nuevas generaciones, sobre todo si no vivimos en países hispanoparlantes. Pues es parte de nuestra historia, y un puente que une regiones separadas por caminos, montañas u océanos, acercándonos a millones de personas en todo el mundo a través de su uso y de nuestra cultura compartida.
4 desafíos de criar hijos en otra cultura

Mamá de allá, hija de acá Por Karla Ron Arévalo Cuando uno sale de su patria, jamás se imagina a la cantidad y al tamaño de los retos a los cuales se va a enfrentar en el futuro. Si además se decide emigrar a un país de cultura y lengua distinta, la dimensión del desafío aumenta de forma exponencial. Pero de todos los obstáculos a los cuales me he tenido que enfrentar en este camino de migración por el cual llevo 20 años transitando, el criar a mi hija en una cultura tan distinta a la mía, ha sido el mayor. Miranda llegó a Montreal con 4 años, juntas nos enfrentamos al aprendizaje de una nueva lengua (el francés), a conocer y adaptarnos a nuevos códigos de comportamiento, y a la desinformación o falta de comprensión por mi parte de esos códigos. Criar hijos en otras culturas es todo un reto, pues las expectativas, normas y valores pueden diferir en muchas ocasiones de forma significativa de una cultura a otra. Estas son algunas de las dificultades que yo tuve que enfrentar mientras mi pequeña crecía inmersa entre dos mundos: 1 – Diferencias en las expectativas culturales Es muy probable encontrar que se tienen expectativas culturales muy distintas en cuanto a la crianza de los hijos. Estas diferencias pueden resultar en conflictos entre los padres y los niños, unos por no estar habituados a las nuevas costumbres, y los otros, porque quieren encajar con sus nuevos pares. Para ejemplificar un poco, en Montreal los niños van solos al colegio, incluso desde los primeros años de la escuela primaria. Para mí eso es inconcebible, y siempre acompañé a mi hija hasta que consideré que era lo suficiente madura para estar sola por la calle. Pero conocí casos de amigos inmigrantes que tuvieron problemas con sus hijos, pues los niños querían gozar de la misma independencia que veían en sus compañeros de clase. También eran común entre los inmigrantes latinos, comentar como muchos niños retaron a sus padres con llamar al número de emergencia 911, para reportarlos por malos tratos, pues el método latinoamericano de crianza podía parecer un poco subido de tono, visto desde la perspectiva quebequense. 2- Dificultades en la comunicación Cuando se crían hijos en otra cultura, existen barreras en la comunicación debido a diferencias en el idioma y la forma de expresarse. Los padres pueden tener dificultades para entender las necesidades y deseos de sus hijos y para explicar sus propias expectativas. Mi hija no siempre entendía de qué hablaba, pues no conoció el contexto en el cual crecí yo, su rutina era muy distinta a la que su padre y yo tuvimos de pequeños, no cantamos las mimas canciones o recitamos las mismas adivinanzas, así que yo aprendía con ella cada día. Una vez cuando Miranda tenía unos 8 años, se acercó con cara de preocupación y me dijo: —Mamá, ¿qué es un inmigrante? Todo el colegio habla de eso y yo no sé qué es. Ese día entendí que ella y yo ya hablábamos otro idioma, y que ambas tendríamos que hacer un esfuerzo para ponernos en el contexto la una de la otra, si queríamos entendernos. 3- Dificultades para adaptarse a nuevas normas culturales Cuando se cría a un hijo en una cultura diferente a la propia, los padres tenemos dificultades para adaptarnos a normas diferentes y prácticas culturales que no, no son propias y eso puede perjudicar la relación con los hijos. En este punto, la comida fue uno de los grandes obstáculos que se nos presentó a Miranda y a mí. Muchas veces el olor condimentado de mi comida la hacía sentirse insegura al destapar su termo del almuerzo, pues lo penetrante de una tortilla de patatas o unas arepas rellenas, podían despertar la curiosidad malsana de otros niños. Todavía ambas nos sonrojamos de pensar en cómo le quedó manchada la ropa a su maestra de segundo grado, al abrirle a ella el termo que contenía una malta que había estado batiéndose durante horas en su mochila. 4- Dificultades para transmitir los valores propios Requiere de mucha paciencia y explicación inculcar en los hijos los valores, la cultura y el bagaje con el cual se viene desde nuestro país de origen. Muchas veces me enfrenté a valores y creencias extrañas para mí, tuve que hacer malabares, tragar fuerte y lidiar con que mis convicciones no tenían el mismo peso, por lo cual no siempre fue sencillo transmitirlo de forma que ella lo entendiera, más aún en los años de la adolescencia. La visión de las relaciones sexuales, la posición frente al aborto, las drogas, los amigos, fueron temas que me hicieron “tragar duro” y me sacaron “canas verdes”, para hacerme entender y no generar la tercera guerra mundial en el salón de mi casa. Al final siempre terminaba cualquier discusión con una frase que resumía todo: “De esa puerta para adentro es Venezuela, y punto” En fin, criar hijos en otras culturas es un desafío alcanzable, eso sí, requiere de mucha paciencia, análisis y educación, pero al completarse ofrece todo un nuevo nivel de satisfacción personal, y una ampliación indiscutible de los horizontes mentales. En lo personal, a mí me llena de un orgullo indescriptible cuando veo la mujer multicultural y trilingüe en la que se ha convertido hoy mi hermosa Miranda. Artículo publicado en el Blog de la Fundación Entre Soles y Lunas