Relato ganador del 2.º lugar en la
IV Convocatoria del premio Voces sin Olvido 2023

El rugido de una bestia herida que provenía de la calle me despertó. Las agitadas vueltas que había dado los últimos días en aquella noria de emociones, me aligeraron el sueño. De la empatía a la impotencia; de la rabia a la tristeza. Pero ese bramido aterrador me llenó el cuerpo de un miedo nuevo. Un miedo, tan helado, como la punta de la navaja con la que acababan de cortar el hilo conductor de mi futuro. 

Podía escuchar que la bestia se acercaba, su bramido era cada vez más atronador. Estaba paralizada, pero a pesar del miedo, la curiosidad me hizo correr al balcón. Necesitaba saber qué era aquello que había destruido el pesado silencio, que desde la noche anterior se había anclado en todo el país. Oculta tras la cortina, pude ver al monstruo amorfo que clamaba muerte, no justicia. Lo vi de frente, a los ojos, pues ya no estaba al acecho, ahora vagaba impúdico por la avenida, triunfante con la cabeza erguida, empuñando un verbo cargado de odio y reclamando la sangre de todos aquellos que osaran interponerse a sus deseos. Demandaba mi sangre.

Me escondí debajo de las rejas de mi balcón, al igual que mis vecinos, pero la bestia podía oler el temor, sabía de mi miedo a ser descubierta. Con la certeza de saberse vencedora, aquel ente irracional comenzó a bramar insultos, amenazas, yo era el enemigo a destruir. El miedo se volvió físico, doloroso, los músculos agarrotados no me dejaban mover. Allí, escondida y acurrucada en el piso de la que pensé sería mi casa para siempre, escuchaba a la bestia gritar que vendría por mí. 

Acurrucada en el suelo, un diálogo inconcebible me hace girar la mirada hacia la televisión del salón, donde constaté con horror que se estaba restituyendo la barbarie.

Supe en ese preciso instante que no sería capaz de luchar contra aquel monstruo poderoso que se había instaurado en mi país. La certeza me arropó, tenía que huir de allí.

Han pasado 20 años desde esa mañana en la que me convertí en migrante. Son dos décadas en las que he arrastrado mis pies por calles ajenas, mientras me abro camino entre costumbres extrañas, que a fuerza de repetirlas se me hacen cada día más propias. Lugares lejanos en los que he visto nacer a mis hijas. Ellas que hablan con acentos distintos, me escuchan contar con nostalgia historias de mi paraíso, sin entender muy bien por qué lo he abandonado.

Algunas veces el espejismo de la rutina me hace creer que la he olvidado. Pero entonces algunas noches, cuando creo estar a salvo, resurge de mis pesadillas el bramido de la bestia que me sigue acechando.