Historias simples de la vida cotidiana

El pájaro del agua

KARLA RON ARÉVALO

Allí estaba el pensamiento que lo invadía siempre que transitaba los pasillos de un supermercado. ¿Cuánta hambre podría saciarse en su aldea, con el contenido de uno solo de esos anaqueles?

Mientras atravesaba el pasillo, sabía que dejaba una estela de asco entre los presentes, había aprendido a ignorarlo, aunque una punzada se le clavaba en lo profundo cuando se le atravesaba una mirada de repugnancia. Pero el dolor del hambre era más poderoso que cualquier orgullo herido, así que siguió su camino hacia los lácteos.

En la calle, el espectáculo de su aspecto provocaba el desvío de los pasantes. Él, ignorante, apuraba la leche que le corría a borbotones por el rostro sucio. Sentía insuficiente el espacio de su garganta para apaciguar a su estómago, cansado de nada más procesar sus propios humores. Gracias a algunas limosnas, aquella leche sería su único alimento del día. 

Al terminar, se limpió con el inmundo dorso de la mano; sintió la potencia que le subía por el pecho, hasta terminar en un sonoro y pestilente eructo. Una dama que pasaba, lo miró con desprecio, al tiempo que se tapaba la nariz, y aligeraba el paso. Él sintió en sus huesos lo hiriente de esa mirada. Decidió ir al lugar donde recordaba que él era un ser humano.

Desde que el azar lo había llevado frente a la galería que exhibía fotografías del paisaje africano, solía volver para reencontrarse con un pasado que se tornaba cada vez más lejano. Allí dejaba de ser eso que provocaba asco, para reconectarse con el hombre valioso que una vez fue.

Al llegar, en la vitrina de la galería, se exhibía una imagen que reconoció de inmediato. Pensó que aquello podría ser un espejismo, como los que vio en el desierto durante el recorrido que lo alejó de su familia. Se enjugó los ojos, seguro de que era una treta de su cabeza para escapar de la realidad, realidad que en nada se parecía a la tierra prometida de la que tanto escuchó hablar más allá del mar. Pero no, estaba allí, frente a sus ojos… 

El sol había secado las nubes, la tierra estaba herida con ondas grietas. Los animales caían, dejando sus cuerpos a expensas de otros animales, que bebían la sangre y comían la carne, tratando de sobrevivir. 

Era él un poco más alto que las rodillas de su madre, pero el recuerdo de la desesperación por humedecer su garganta quedo grabado en su memoria.

Aquella espera por el llanto del cielo fue tan larga, que los ancianos se reunieron a buscar soluciones. En plena asamblea, uno de los guerreros habló del pájaro del agua, un animal alado que venía cargado con el líquido suficiente para sobrevivir a la sequía. Después de escuchar al joven, los sabios mayores consintieron que el guerrero fuera a tierras lejanas para buscar a la extraña ave.

Él, ahora parado frente a la galería, recordó lo que vio en los ojos de su padre antes de que este partiera en su viaje: excitación por la aventura; dolor por dejar a su familia; y miedo por adentrarse en la sabana recalcitrante. Él recordaría para siempre esa mirada, era la misma que él tuvo antes de partir a la travesía infernal que lo había traído a España.

Rememoraba como los días pasaban lentos, calientes, tediosos. La cuota de agua para cada uno, era menos de lo suficiente para sobrevivir. Veía el rostro de su madre con esa sonrisa quebrada, mientras compartía con él su ya restringida ración de líquido. La esperanza de lluvia, y el ansia por saber del joven guerrero, eran los pensamientos silenciosos de todos los aldeanos, mientras aquel bochorno interminable hacía más pesada e insoportable la espera.

Él, por las noches, miraba las estrellas, imaginando a su padre guerreando contra aquella ave para someterla. Lo veía subido sobre ella, volando sobre la aldea y desparramando el líquido vital en forma de lluvia azul.

Varias lunas pasaron, hasta la mañana cuando un sonido monótono que jamás había escuchado, lo despertó. Poco a poco el ruido se mezcló con algarabía. Él salió corriendo al encuentro de aquel animal nunca visto, pero no tuvo miedo. Miró hacia el cielo, pero el pájaro del agua se acercaba hacia ellos con sus alas azules desplegadas, como un espejismo entre la bruma de polvo caliente que lo rodeaba.

Mientras su madre lo alzaba en brazos, pudo ver a su padre montado sobre un ave extraña que planeaba su vuelo al ras de la tierra seca. 

El hombre conducía una motocicleta con bidones repletos de agua atados a cada lado del vehículo, haciendo que, en la distancia, su silueta pareciera un pájaro con las alas extendidas.

Su aldea sobrevivió a la sequía, y desde entonces él le pedía a su padre que le contará la historia de cómo había atravesado el desierto, dejando una estela de polvo y humo negro con olor penetrante, mientras el viento golpeaba su cara y el sol abrazaba su cabeza.  

Aquella vez el pájaro del agua salvó a su aldea. Ahora, a miles de kilómetros de casa, aquella memoria tan querida, se presentaba frente a sus ojos. El nudo de emociones que tenía enredado en el pecho, comenzó a deshacerse, transformándose en un torrente de lágrimas que brotaron sin control. 

Ella, desde la galería, había visto varias veces al indigente que se ocultaba para admirar las fotografías que se exponían en el aparador. Aquel hombre vestido de tristeza, le producía desasosiego, ella quería aproximarse, pero él huía aterrado al menor acercamiento. 

Pero esta vez, ella era testigo de cómo él se derrumbaba sin control en la acera desecho en llanto. Sin pensarlo, salió azarosa a ayudarlo. 

En la calle, ella se inclinó junto a él y sin saber muy bien por qué, comenzó a contarle la historia de uno de sus primeros viajes a África, cuando llegó a una aldea que había sido salvada de una terrible sequía por el valiente guerrero que aparecía en la foto exhibida en el aparador. El hombre, hinchado de orgullo, posaba junto a su pequeño hijo subido en El pájaro del agua.

Él, dejo ver su rostro incrédulo y lleno de lágrimas. Ella se paró, le extendió las manos invitándolo a seguirla. Él la miró con recelo, quiso huir… pero la sonrisa orgullosa de su padre desde la vitrina le hizo entender que el pájaro del agua había volado desde África para, de nuevo, salvarle la vida.