Historias mágicas de la vida cotidiana
El café de las
historias huérfanas
KARLA RON ARÉVALO
Arturo, joven contable de profesión y eterno aspirante a escritor, se dirigía a su casa, agotado después de una interminable jornada entre aburridas facturas y albaranes; cuando se encontró frente a un establecimiento al que jamás había prestado atención: El Café de las historias huérfanas.
Al cruzar la puerta se transportó a otro mundo, se sintió atrapado por el aura mística del lugar, la luz tenue, la música apacible, y ese aroma a café recién molido con el que se llenó los pulmones. Se dirigió a la barra como arrastrado por una fuerza invisible que lo obligaba a buscar el origen de tan delicioso buqué.
Con un café humeante y un croissant en su bandeja, caminó por el largo pasillo bordado de mesas y sillas, donde varios clientes degustaban extasiados sus manjares.
El ambiente calmo que flotaba en el recinto lo hizo sentirse relajado. Escogió la mesa más alejada, le gustaba observar a la gente, tal vez allí conseguiría encontrarse con la musa que se le hacía tan esquiva. Al sentarse estaba capturado por la acogedora atmosfera del lugar que era una invitación imposible de rechazar. Desde el primer sorbo de aquel brebaje humeante y oscuro, su cuerpo empezó a ser poseído por un absoluto estado de placer desconocido. Era como si aquel lugar lo hubiera seducido con un extraño sortilegio.
Degustaba su croissant, saboreando cada bocado con pasión, cuando algo que vio frente a él llamó su atención. Una mujer se dejaba caer en la silla relajando el cuerpo, liberándose de la pesada carga que acarreaba a sus espaldas, lanzando sus pertenencias a un costado, después aspiró largo para terminar emitiendo un suspiró profundo. Inocente de la miranda indiscreta de Arturo, la señora se incorporó para beber de su taza hirviente con toda la parsimonia y el placer que la soledad le proporcionaba. Él, absorto en la escena, comenzó a sentir en su cuerpo el mismo placer que la mujer disfrutaba, a saborear el café con cada sorbo que ella tomaba, a sentir como el calor le pasaba por su garganta, a deleitarse con la el hecho de estar sola. Arturo casi se cae de la silla, cuando comenzó a escuchar los pensamientos más íntimos de ella.
La mujer no recordaba la última vez que había podido disfrutar de una taza de café caliente sin interrupciones, se lo merecía, los niños, la casa, el esposo de alma ausente, extrañaba su trabajo, pero sobre todo extrañaba sentirse mujer. Ella se sentía un poco culpable, pero solo quería disfrutar de la inmensa felicidad de la soledad, aunque fuera solo por una hora.
Arturo, recuperado de la impresión, se sintió en falta por estar manchando la tan ansiada soledad de aquella dama, así que trató de mirar hacia otro lado, para obsequiarle la paz que tanto anhelaba la mujer.
Pero a la vez entendió que aquella era una puerta que se había abierto, y que sería una lástima desperdiciarla. Entonces tomó su libreta del bolsillo y anotó lo que acababa de sentir y escuchar, no sabía como aquello había ocurrido, aunque agradecía ese golpe de inspiración. Al terminar, fue a la barra, necesitaba más de ese brebaje inspirador, una idea se le había instalado en la mente y necesitaba escribirla.
Al volver por el pasillo con la bandeja en las manos y una taza que emanaba un perfume embriagador, sintió como el aroma envolvente de la pócima lo atrapaba de nuevo en ese trance delicioso. A la mitad de su recorrido comenzó a escuchar murmullos que provenían desde varios rincones del café. Al llegar a su mesa, escrutó con la mirada, hasta que alcanzó a ver como relatos vagabundos se escudriñaban entre las sillas y las mesas.
Los susurros se percataron que los habían visto, felices, se hicieron cada vez más fuertes y claros en la mente del sorprendido Arturo.
Los rumores le contaron que eran los más íntimos pensamientos de los clientes, que habían quedado huérfanos, atrapados en los rincones de aquella encantadora cafetería.
El muchacho, no sin cierta perplejidad, escuchaba a las historias que estaban impacientes por ser escuchadas. Querían ser liberadas de la cárcel que se había convertido el ser ignoradas, necesitaban juntarse, crear nuevas tramas, crear otros mundos. Por eso, cuando lo vieron anotar los pensamientos de la mujer en su libreta, las historias supieron que había llegado el tan esperado escritor que las plasmara en su prosa.
Al sentirse escuchadas, las historias libres se abalanzaron hacia al pobre escritor desprevenido como un enjambre embravecido. Atacado, por tanto, en tan poco, el muchacho se sintió abrumado al principio, pues comenzó tejer relatos en su cabeza, que se atropellaban unos a otros, mostrando imágenes, creando conexiones, era como si le hubieran abierto de par en par la puerta de la inspiración…
Cuando años después el jurado del Premio Nobel de Literatura quiso informar al reconocido escritor Arturo Segovia, que era el merecedor del galardón, supieron que lo encontrarían degustando un café, sentado en su mesa de siempre en El Café de las historias huérfanas.
